¿Por qué no es John O’Hara uno de los nombres comunes al mencionar maestros del relato corto? Leyendo «La Chica de California», no se entiende.
Pros del relato corto como formato: 1. La relación proporcional entre esfuerzo invertido y (posible) placer obtenido es óptima; y 2. Ensamblar un conjunto homogéneo, coherente y verosímil es relativamente fácil al ser lo opuesto de las intrincadas y complejas historias-río. Contras del relato corto como formato: 1. Es muy complejo conseguir que un único relato quede en la memoria del lector de la misma forma en la que quedan esas historias que, en ocasiones, nos acompañan en lecturas de semanas y semanas; y 2. Resulta difícil pasar por encima de la sensación generalizada de que es un formato «menor», una antesala del formato largo.
Si me he propuesto glosar los pros y contras del relato corto como formato es, básicamente, porque resulta inevitable cerrar «La Chica de California y Otros Relatos» de John O’Hara (en la edición cuidadísima y estéticamente sublime de la editorial CONTRA) y ponerse inmediatamente a reflexionar sobre el motivo por el que este autor no es mencionado una y otra vez en compañía de los maestros absolutos del formato. Cualquier lector con un conocimiento medio de literatura podrá encabalgar una ristra de nombres de maestros del relato corto entre la que se encuentren Salinger, Carver, Capote, Cheever, Updike, Doctorow… Pero ¿por qué no aparece nunca O’Hara entre ellos?
Esa es la cuestión que aborda Didac Aparicio, editor de CONTRA, en el prólogo de «La Chica de California«. Y no sólo eso, sino que su pregunta es mucho más concreta: ¿por qué O’Hara ha sido continuamente ninguneado por el panorama editorial de nuestro país, en el que se le ha prestado una atención entre tibia e inexistente? Movido por la misma intriga, mi única salida como lector habitual (más que como personaje que a veces escribe reseñas de libros) es hacer pros y contras del formato que practica John O’Hara y, a continuación, sopesar su validez en el caso del autor.
1. La relación proporcional entre esfuerzo invertido y (posible) placer obtenido es óptima. Y eso es algo que, en el caso de los relatos de «La Chica de California«, no podía ser más cierto. Para empezar, porque O’Hara nunca sucumbe a la tentación de alargar innecesariamente sus relatos, de atiborrarlos con paja superflua, sino que practica una depuración absoluta que está a disposición del genio de muy pocos autores: tiene una capacidad innata para la palabra justa, para la frase certera, para los párrafos como sacos de huesos fascinantes que no necesitan carne para inducirte a imaginar cuerpos ampulosos y vivos. Y, sobre todo, porque el gran fuerte de O’Hara son los diálogos, el verdadero pulmón de todos sus relatos: una herramienta para airear y sanear, para convertir la literatura en una especie de hectoplasma ingrávido en el que flotan escenas increíblemente vivas. De hecho, lo de este hombre no parece ni literatura, sino pura fotografía de diálogos reales, esos que escuchas a hurtadillas en un bar o en la parada del metro.
Los relatos de «La Chica de California» están impregnados de alcohol, egos hollywoodienses, tensiones eternas entre lo rural y lo urbano, almas en pena arrasadas por la vida «moderna».
2. Ensamblar un conjunto homogéneo, coherente y verosímil es relativamente fácil al ser lo opuesto de las intrincadas y complejas historias-río. Las historias de «La Chica de California«, sin embargo, no son para nada simples: puede que no necesiten la extensión de una novela-río, pero tampoco se conforman con quedarse en la representación unidimensional de unos hechos concretos en el tiempo y en el espacio. Por el contrario, O’Hara consigue que los argumentos de sus relatos se desborden más allá de las fronteras de su propio tiempo y espacio, introduciendo complejidades que nunca esperas y que comúnmente llegan a modo de sutiles referencias en unos diálogos en los que siempre hay que leer entre líneas y, sobre todo, a modo de twist final que te obliga a replantearte todo lo que acabas de leer.
Aun así, ser excelente en los pros de un formato no parece una proeza demasiado difícil… Aunque, ¿qué ocurre con los contras? Empecemos por el primero. 1. Es muy complejo conseguir que un único relato quede en la memoria del lector de la misma forma en la que quedan esas historias que, en ocasiones, nos acompañan en lecturas de semanas y semanas. Es comprensible: un golpe en el costado no te dejará demasiadas secuelas, pero de lo que sí que te acordarás es de los navajazos rápidos que hunden el arma blanca hasta lo más profundo de tu carne. Pero, cuidado, no estoy diciendo que John O’Hara practique una literatura agresiva con el lector ni que busque epatar por la vía de las imágenes escandalosas, ni mucho menos. El navajazo de O’Hara no tiene nada que ver con lo sangriento del acto, sino con lo afilado de la navaja: ya he dicho más arriba que sus relatos practican una depuración que bien puede compararse con el acto de afilar un objeto punzante.
2.Resulta difícil pasar por encima de la sensación generalizada de que es un formato «menor», una antesala del formato largo. Y aquí llegamos a la conclusión final, a ese momento en el que es necesario plantearse si nos encontramos ante una obra (formada por muchas obras) con capacidad para trascender esa insidiosa sensación de que nos encontramos ante un formato menor. En este caso, sólo puedo hablar de forma íntima y personal, pero diré que las historias de «La Chica de California» calan muy hondo gracias a sus retratos de Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX todos ellos impregnados de alcohol, egos hollywoodienses, tensiones eternas entre lo rural y lo urbano, almas en pena arrasadas por la vida «moderna».
Puede que, en el caso de otras recopilaciones de relatos cortos, tan sólo sientas la necesidad de releer algunas de las historias en concreto… Pero, en el caso de este tomo de John O’Hara, la cohesión interna es tan fuerte, la exuberancia del retablo que surge a partir de la suma de las diferentes micro-historias, que la necesidad de la relectura pasa por el libro el completo. Y si eso no es propio de una obra maestra, no sé qué puede serlo. [Más información en la web de la editorial CONTRA]