La segunda novela de Munir Hachemi, “El Árbol Viene”, es un relato distópico que podría ser ciencia-ficción pero que acaba siendo más bien lengua-ficción.
Cuando ocurre una vez, puede ser casualidad. Dos veces ya es a propósito. Así que no se me caen los anillos a la hora de afirmar lo siguiente: Munir Hachemi es un autor que trabaja con maestría los dobles sentidos literarios. Al fin y al cabo, su debut “Cosas Vivas” ya fue una espeluznante disección de las cloacas alimentarias en la que anidaba una teoría sobre los límites del relato autobiográfico sobre el que tanto se debate últimamente bajo el nombre de “autoficción”.
Y su segunda novela, “El Árbol Viene“, vuelve a ser un espacio en el que dos posibles novelas conviven de forma totalmente harmónica e incluso en beneficio mutuo. Por un lado, lo evidente: una apasionante distopía en la que una misión espacial fallida acaba dejando a una comunidad humana totalmente varada en un planeta hasta que se convierten en una civilización fascinante de extrañas costumbres. Por otro lado, lo menos evidente: una nueva exploración literaria, esta vez sobre el poder (y las trampas) del lenguaje a la hora de articularnos en forma de sociedad y comunidad.
La parte de la distopía podría parecer la más trillada. Pero no. Al fin y al cabo, vivimos un momento literario en el que esta práctica es moneda de cambio común y ha rebasado los límites de la ciencia ficción para ser abrazada por el entretenimiento de masas. Lejos quedan los referentes como “1984“, “Un Mundo Feliz” o “Fahrenheit 451” y cerca queda un modelo de ficción cada vez más extendido pero también cada vez más erosionado. Las nuevas distopías se revelan cada vez más incapaces de arrojar una verdadera advertencia sobre el futuro, ya sea porque se pierden en la parte de la ciencia, olvidándose de la ficción, o porque viven demasiado apegadas al éxito populista presente.
Pero ahí está el primer logro del libro: Munir Hachemi no busca un éxito populista presente y, de hecho, se atreve a ser aventurero y desafiante con una narración fragmentada a partir de diferentes voces que el lector debe reconstruir a modo de piezas de un puzzle lanzadas al viento y diseminadas en diferentes tiempos. El principal narrador de “El Árbol Viene” es o podría ser El Arqueólogo, nombre nada casual que denomina a una persona que cae entre los mulai como parte de una expedición y acaba quedándose entre ellos para intentar explicar qué ocurrió en el pasado para que estos humanos hayan acabado por alejarse de lo que entendemos por humanidad.
Pero también existen otros narradores en “El Árbol Viene“: con los capítulos de El Arqueólogo se alternan otras voces mulai que explican el mundo bajo su propio punto de vista. Y esto resulta apasionante por diferentes razones. La primera de ellas es por el estimulante desafío que propone Hachemi: cuando la voz es mulai, las palabras y el lenguaje que estos usan para referirse al mundo es un laberinto en el que el lector debe ir guiándose por puro instinto.
Por poner un ejemplo divertido: el lector tardará en entender que los lobos de los que hablan los mulai no son precisamente lobos. Por poner otro ejemplo especialmente magistral: hasta que El Arqueólogo especifica que para los mulai follar es absolutamente todo menos la penetración, es probable que el lector haya pensado (llevado por el hábito de poner la penetración en el centro del acto sexual con el que nos han adoctrinado) que los mulai estaban penetrándose continuamente los unos a los otros. “El Árbol Viene” atenta continuamente contra las expectativas del lector, obligándole a despegarse del lenguaje como herramienta fiable para entender el mundo y quebrando sus convicciones para forzarle a una empatía que nazca en la voluntad de entender a los otros (los mulai) en vez de explicarlos a partir de los patrones y códigos propios (del lector).
Y la propia estructura de “El Árbol Viene” hace lo mismo: la multiplicidad de voces es, de hecho, un reflejo directo de cómo estructuran los mulai una sociedad en la que el individuo se pierde y solo tiene sentido como parte de una comunidad. Una sociedad en la que los relatos tienen una importancia crucial e incluso guardan un espacio elevado, el scriptorium, para que las historias sean registradas. Aunque ese registro no se entienda como la acción de usar las palabras para fijar y anclar el relato en el tiempo, para convertirlo en algo unívoco y eterno, sino precisamente para todo lo contrario: para liberarlo como una acción viva que presupone que el relato irá mutando en el tiempo cuando otros accedan al scriptorium.
La narrativa como democracia. Y así lo escribe el autor: “En nuestras lenguas la escritura rectifica de alguna manera las curvas del lenguaje y fija el propio lenguaje; en la lengua mulai, la palabra escrita es tan líquida como… no, más líquida que la oral“. Un concepto realmente estimulante que apuesta por empoderar un lenguaje que siempre debería aspirar a ser más y más libre y a alejarse de cualquier tipo de corsé que lo enquiste en el espacio y en el tiempo.
Aquí llega entonces el segundo gran logro y el otro lado del doble sentido de “El Árbol Viene“: dentro de esta sofisticada y vibrante distopía, Munir Hachemi nunca se pierde en la parte de la ciencia (aunque la tiene en cuenta) y acaba apostando por la lengua-ficción más que por la ciencia-ficción. Puede que lengua-ficción sea un término estúpido, pero ya me entiendes: me estoy refiriendo a una ficción distópica construida a partir del lenguaje y no a partir de la ciencia.
En manos de Hachemi, la reflexión sobre el lenguaje se eleva hasta alturas realmente sublimes. Empezando por la advertencia de la trampa que suele ser precisamente este lenguaje: una vez perdieron el contacto con la Tierra, los mulai originales se olvidaron en tiempo récord de todo lo que creían intrínseco a la humanidad. “El Árbol Viene” lo tiene claro: el lenguaje es el cemento que hace posible que se sostenga la estructura de nuestra sociedad pero, como todo cemento, implica una rigidez que también puede ser entendida como prisión. Si las paredes de la prisión cae, los presos corren en libertad.
Leyendo “El Árbol Viene“, no puede evitar pensar en libros recientes que me han apasionado… Pienso en “Peregrino Transparente” de Juan Cárdenas por el uso del lenguaje para apresar lo desconocido; en “La Parte Blanda de la Montaña” de Álex Prada por el mundo “primitivo” que funciona con terminologías por las que el lector ha de moverse por intuición; en “El Libro de Todos los Amores” de Agustín Fernández Mallo por esa relación entre el lenguaje y el fin del mundo; y en “La Naranja Mecánica” de Anthony Burgess, claro, no por ser lectura reciente, sino por la creación de todo un lenguaje y una sociedad que funciona con sus propias reglas.
Pero, sobre todo, lo que pienso cuando leo “El Árbol Viene” es que la advertencia de Munir Hachemi no podría ser más gozosa. Él mismo escribe: “No estoy seguro de que los mulai conozcan la literatura. Desde luego, si entendemos por literatura el complejo dispositivo cultural que existe en nuestras sociedades, no la conocen; si la entendemos como el uso lúdico o hedónico del lenguaje, sí“. Y es que, por mucho que el lenguaje pueda ser una prisión, también puede ser un campo de puro hedonismo. Lo único que necesitamos es reventar el cemento y olvidar cualquier regla que nos impida movernos con libertad. [Más información en el Twitter de Munir Hachemi y en la web de la editorial Periférica]