“Soy un hombre joven que no se siente muy bien. Tengo un buen amigo y un mal amigo, y un hermano menos simpático que yo. No tengo novia. Estudiaba en al universidad, pero he abandonado los estudios. La mayor parte del día la paso en el piso de mi hermano pensando y por las noches lanzo una pelota contra una pared y la recojo cuando regresa. Además tengo un juguete que consiste en un martillo y unos tarugos que atraviesan una tabla de madera. Me dedico a aporrear los tarugos, luego le doy al vuelta a la tabla y los vuelvo a golpear. A veces leo un libro que ha escrito usted. El que trata sobre el tiempo. No me gusta pensar en el tiempo que pasa y usted parece decir que el tiempo no existe, lo cual me alegra, aunque no estoy seguro de entender del todo lo que dice“. Es esto un fragmento de una carta que el protagonista de “Naíf. Súper” (editado en nuestro país por la editorial Nórdica) escribe y envía a Paul Davies, el autor de un libro que le obsesiona particularmente y que le produce desasosiego y placer a partes iguales.
El mencionado libro de Davies es uno de los dos polos opuestos a través de los que se define la personalidad del protagonista del libro de Elrend Loe. El otro, su antagonista, es ese banco de golpear que menciona en su carta y que actúa como epítome absoluta de la incapacidad del personaje para enfrentarse a su vida adulta: a lo largo de “Naíf. Súper“, el narrador (sin nombre) no sólo se aferra a un peterpanismo galopante rozando el autismo y la sociopatía, sino que lo engalana con diferentes actitudes infantilizantes como su amistad con un niño vecino, el enamoramiento de una adolescente, lanzamiento compulsivo de una pelota contra la pared o el aporrear frenético de los tarugos del mencionado banco de golpear. De hecho, si la personalidad del personaje se polariza en dos opuestos, lo mismo puede decirse de la acción estructural de la novela, también marcada por un díptico absoluto: “Naíf. Súper” se abre en el momento en el que el narrador abandona la universidad y se va a vivir por una temporada a la casa de su hermano, que está trabajando en Nueva York. La primera mitad del libro transcurre en este solitario apartamento de Oslo (metáfora directa de la cerrazón mental del protagonista), mientras que su segunda mitad traslada la acción hasta la mismísima Nueva York, la ciudad que nunca duerme, la urbe superpoblada donde el contacto y la comunicación con otros seres humanos es ineludible.
Libro científico vs. banco de aporrear para niños. La soledad de Oslo vs. el superhábit de Nueva York. El buen amigo vs. el mal amigo. “Naíf. Súper” está plagada de dualidades, erupciones de un pensamiento casi binario que, por habitar un mundo de contrarios, acaba siendo tan maniqueo como puede ser un niño. Al fin y al cabo, de eso trata la novela de Erlend Loe: de cómo un Peter Pan disfuncional (uno que no se aferra a la inmadurez, sino a esa capacidad que tienen los niños para verlo todo en blanco o negro, para pensarlo todo de una forma híper-intensa hasta que les estalla la cabeza) le pierde el miedo a hacerse mayor por la vía de lo liviano. Si, al final de “El Lobo Estepario“, Herman Hesse nos demuestra que la verdadera genialidad está en reírse de todo, el movimiento de Loe es similar a la hora de apostar por el pensar menos, lo justo, para permitir que la vida entre a raudales en nuestra existencia. Esto es lo que ocurre cuando, ya en Nueva York, el hermano del protagonista le obliga a que pasen un día juntos y que, sobre todo, piensen lo mínimo posible.
Con un brío narrativo plenamente circunscrito en la postmodernidad literaria más joven (esa que aboga por las frases cortas y la digresión argumental en pos de unas páginas repletas de pensamientos atomizados), “Naíf. Súper” se erige como una respuesta más que inteligente al modelo de juventud maldita ya algo caduco del icónico “El Guardián Entre El Centeno” de Salinger. Y, sobre todo, como una alternativa mucho más optimista, donde la diferencia entre el tú yo el yo no parece abismalmente insalvable, tal y como el mismo protagonista teoriza al final del libro: “Yo te veo, pero tú no me ves a mí. Nunca nos conoceremos, pero hay una cosa que quiero que sepas. Mi tiempo no es el mismo que el tuyo. Nuestros tiempos no son el mismo. Tú tienes tu tiempo y yo tengo el mío. Nuestros momentos no son el mismo. ¿Y sabes lo que significa eso? Significa que el tiempo no existe. ¿Te lo digo otra vez? El tiempo no existe. Existen la vida y la muerte. Existen los humanos y los animales. Existen nuestros pensamientos. Y el mundo. Y el universo. Pero el tiempo no existe. Puedes relajarte. ¿Te sientes mejor? Yo me siento mejor. Esto puede salir bien. Que tengas un buen día“.