Cualquiera podría pensar que el documental de Sacha Gervasi “Anvil: The Story of Anvil” (Avalon, 2010) no pasa por ser otra cosa más que la narración épica sobre un grupo y la sempiterna historia de lo que (injustamente) pudo ser y no fue. Si, además, le añadimos el factor metalero y todo el rollo hiperbólico que suele rodear el tema, muchos bien podrían arrugar la nariz y preferir mantenerse alejados. A esta gente que ve el metal desde lejos, con indiferencia o estupor, les aconsejo que vean este documental. Al resto del mundo, también. Pero esos seguro que ya lo han visto. Si no, que sepan que se están perdiendo una de los mejores documentales musicales de los últimos tiempos. Una auténtica oda al rock´n roll despojada por completo del glamour y del éxito forzoso que suele ir asociado con cualquier fábula de este género.
Sacha Gervasi tenía dos opciones a la hora de afrontar este documental: tirar por la vía fácil de fan vendido y ahondar en el hecho de lo injusta que es la industria discográfica y lo ignorantes que somos los seres humanos por no valorar uno de los mejores grupos del género; o apostar por la vía cruda y emocional sugiriendo y demostrando por qué dos tíos con los huevos pelaos que tocan juntos desde los quince años no han llegado a ningún sitio siendo muy profesionales y muy buenos en lo suyo. Afortunadamente, y pese a haber trabajado como roadie para la banda y tener una relación estrecha y fraternal con ellos, Gervasi optó por la segunda y nos ha regalado una emocionante historia de sueños rotos y ambiciones frustradas. Y todo desde una distancia muy prudencial que hace que los momentos más emotivos provoquen auténtica piel de gallina. “Anvil: The Story of Anvil” (titulada en nuestro país “Anvil. El Sueño de una Banda de Rock“) es la historia de dos losers que no quieren aceptar que lo que llevan persiguiendo desde hace más de treinta años es un tren que perdieron hace mucho porque pasó mientras ellos se hinchaban a chupitos en el bar. Y lo mejor de todo es que, tal y como está expuesto, consigue construir una historia sentimental sin rastro de ironía o patetismo. Y eso que a lo largo de la hora y media de metraje hay muchos momentos que facilmente se podían prestar a ello.
El documental arranca con Steve “Lips” Kudlow (vocalista) y Robb Reiner (batería) viviendo sus grises vidas como ciudadanos normales de una pequeña localidad de Ontario, Canadá. Sus diminutas existencias contrastan con una juventud marcada por el efímero éxito de tres de sus discos, el haber compartido escenario con Scorpions y Bon Jovi y contar con el reconocimiento manifiesto de gente como Slash o Lemmy que, como mucha otra gente, se preguntan por qué una banda tan buena desapareció como un avión en las Bermudas. La noticia de que Tiziana, fan de toda la vida y novia de unos componentes, les ha cerrado una extensa gira por Europa (que incluye el Lorca Rock) marca el inicio de todo un periplo. La euforia se apodera de ellos porque, de nuevo, el sueño de tirarse a la carretera y tocar para mucha gente se vuelve a hacer tangible.
Las vicisitudes de la gira pasan de lo hilarante a lo surrealista y de ahí a lo frustrante con facilidad. Trenes perdidos (incluido uno que los deja en plan Cuatro en Alicante), bolos que nunca llegan a pagarse, promesas de tocar ante cinco mil personas y encontrarse ante una audiencia de cuatro gatos (transilvanos)… la confrontación grupo versus ineptitud aparente del manáger, que lo único que ha hecho ha sido dejarse llevar por la ilusión de verles tocar se hace patente a medida que avanza el tour. Cuando este finaliza, el choque con la realidad es más duro que nunca. Anvil sigue siendo un sueño lejano, y a sus componentes les cuesta admitir que son demasiado viejos para el rock´n roll. Una nueva luz se enciende en el horizonte cuando surge la posibilidad de grabar un disco como Dios manda, pues tanto Lips como Reiner acusan de su fracaso a la penosa producción de sus anteriores discos. Consiguen que se apunte al carro Chris “CT” Tsangeride, mítico productor de los 80 con el que ya habían trabajado anteriormente, pero ni por esas. La hostia con la cruda realidad es más dura cuantas más ilusiones le ponen, y la tensión provoca enfrentamientos que deberían de pasar a formar parte de la historia de las peleas más entrañables de la historia del cine.
El final del documental es redentor, con un regreso triunfal al mismo lugar donde tocaron el cielo y la efímera fama. Aunque a esas alturas ya sabemos que no es suficiente ni para las expectativas que el grupo tiene sobre su futuro ni para el mismo espectador, que entonces ya se ha rendido a los pies de esta amistad plagada de grandes momentos y adornada con litros de cerveza y porros quilométricos. Porque esta no es sólo la historia de un grupo que (injustamente) pudo ser y no fue. Es la historia de dos tíos que siempre tuvieron claro lo que querían conseguir, que saben que son buenos en lo que hacen, que saben que lo que los mantiene unidos son las cosas vividas, lo que está por venir y mantener vivo un proyecto que ocupa toda su vida y que se pasan por el forro esa mierda de “lo importante es participar” y “lo mejor es el camino”. Una historia que, seguro, le suena a más de uno.
Y no, no hace falta ser metalero para sentirse identificado con ella.