¿Cómo recordaremos el extrañísimo verano de 2020? Aquí una pequeña reflexión sobre por qué lo llaman verano cuando quieren decir vacaciones…
Todos recordaremos este verano de 2020. No porque nos lo hayamos pasado especialmente bien, por sus temperaturas insólitas -según el Telenoticias, en España, este ha sido el mes de agosto más caluroso desde hace décadas- o porque hayamos conseguido erradicar los incendios provocados por pirómanos. Todos recordaremos este verano de 2020 por sentir que no es verano… Aunque ya nos avisaron de que la cosa iba a ser rara cuando todavía íbamos con chaquetilla. De aquí a unos años, en nuestras cabezas, este verano de 2020 no tendrá un recuerdo parecido a los otros. Pero quizás pensar que estamos viviéndolo de un modo insólito es entenderlo de forma un poco traicionera.
Cuando llega el mes de mayo y se empieza a asomar San Juan, con su calorcito y sus sandalias, inmediatamente proyectamos un junio, julio y agosto -los más afortunados también incluyen primera quincena de septiembre- llenos de goce y esplendor. De repente, se nos presentan unas semanas desprovistas de las dinámicas del amo y el patrón, unas semanas libres y salvajes: tú solamente debes apoderarte de ellas y decidir cómo quieres usarlas a tu favor.
Siempre hemos entendido el verano como un libro de pinta y colorea y, en este primer mundo de jornadas laborales explotadoras y de compromisos kilométricos, tener a disposición estos días de libre albedrío es algo excepcional que se debe aprovechar. Como los regalos de Navidad, que se dan una vez al año. Es cierto que no todos tenemos los mismos lápices de colores, que algunos estrenan caja cada año y otros utilizan el estuche heredado de su hermano. Pero, independientemente de las condiciones de cada persona, existe un vacío temporal que uno tiene la potestad de rellenar, aunque sea con la decisión de no hacerlo y quedarse en el sofá enchufado al aire acondicionado.
Lo que nos saca esa sonrisilla no es el solecito: son las vacaciones. Y nos alegramos cuando las vemos venir porque de eso se trata, de disfrutar y estar alegres. Pero las vacaciones no son el verano, aunque para muchos hasta este 2020 venía a ser lo mismo. Este año, muchos no hemos podido gozar de este tiempo libre tal y como queríamos. Y, al topar con este límite, hemos sentido que el verano no era del todo verano. Que era un verano fake. Aunque hayamos seguido teniendo 40 grados a la sombra, las tiendas de ropa hayan seguido vendiendo camisetas de manga corta y bañadores y la gente coma helados por la calle.
Sin embargo, parece ser que todas estas cosas que nos recuerdan en qué estación vivimos no son suficientes: solo son un decoro. Comprar en un paki una botella de agua fría porque te mueres de calor no es nada esencial del 1 de agosto comparado con lo verdaderamente importante, que es coger un vuelo a una Tailandia que nunca se ha movido del mapa o poder ir a una de esas míticas discotecas de Ibiza. Podemos cenar gazpacho cada día o salir a hacer la compra con gafas de sol, pero ninguna de estas cosas justifican que un verano sea verano verano, un verano de verdad.
Todo pierde un poco su encanto si lo haces en tu ciudad o está encajado en un marco de cotidianidad; lo que hace algo especial es que se hace en vacaciones. Porque relacionarte con tu entorno desde la máxima libertad supone que todo tenga doble valor, además de poder recibir cualquier cosa con los brazos abiertos: dejas atrás ser esa Merkel tensionada y con estrés crónico y, de repente, te vuelves Gandhi. Lo que te hace disfrutar de aquello propio del verano, entonces, no es el verano en sí mismo, sino un nuevo estado mental de paz y liberación proporcionado por el mero hecho de estar de vacaciones. Porque recordemos: tener días festivos no se ha inventado para estar todo el día pateando una ciudad a 10.000 km o para empacharse de sangría, sino para recuperarte del agotamiento que supone la violencia de nuestro sistema de productividad durante el resto del año.
Este verano de 2020 volvemos a tener tiempo libre, pero no somos libres con nuestro tiempo. Por razones sanitarias evidentes, no podemos hacer la mayoría de las cosas que nos gustaría o que haríamos si pudiésemos, como son viajar, hacer cenas de quince personas en la terraza de un colega, ir a festivales de música o, simplemente, quedarnos a gustito charlando en un bar hasta que nos den las cinco de la mañana.
Es por todo eso por lo que el verano no nos parece verano: porque no tenemos vacaciones. Aunque tengamos días festivos, no sentimos que estamos invirtiendo en ellos. No poder ser hedonistas y desinhibidos en una época de imprescindible contención, cuando lo necesitamos más que nunca al haber estado un año bajo la presión y deber capitalista, nos lleva a no tener sensación de vivir el verano. De poder disfrutarlo. Aunque sudemos, bebamos cerveza fría y no estemos madrugando.
Resulta que lo que acabamos entendiendo por esta estación veraniega es precisamente lo que no tiene nada que ver con ella. Así que amigos, sí, este 2020 sí que hay verano. Pese a que no tengamos la sensación de que lo es. El verano no se ha ido y ha seguido estando, porque principalmente y de forma neutral hemos tenido tres meses de días más largos y noches más cortas. Y todo lo demás que sentimos que nos han robado no tiene nada que ver con la rotación y el solsticio de nuestro planeta, por mucho que hasta hace nada nos creíamos con el control del todopoderoso Sol.