“Two Lovers” (2008) nació de un comentario que Gwyneth Paltrow brindó a James Gray: “No hay papel para mí en tus películas: son todas sobre tíos que se pegan de tortas“. El reto acababa de ser planteado y acabaría convertido en todo un desafío para el director americano, quien comenzaría entonces a escribir la que sería su cuarta película, también la más contenida y un auténtico giro de 180 grados respecto a sus cintas anteriores. Contada con infinita sensibilidad y sin alardes de grandilocuencia, la inspiración para “Two Lovers” se vió completada durante su génesis por dos novelas de Dostoievski: “Noches Blancas” (1848) y “Memorias del Subsuelo“ (1864). Bajo el signo de aquellos textos, Gray pretendía trasladar los personajes del maestro ruso a nuestro tiempo e imaginar cómo serían hoy en día sus atormentadas existencias. La consecución de la empresa no podría haber dado un fruto más jugoso: el depresivo, torpe e ingenuo protagonista de la historia, Leonard, es uno de los jóvenes mejor perfilados del cine reciente, extrañamente adorable y uno de esos por los que nos seguimos preocupando una vez que acaba la película. De su mano nos adentramos en un guión casi perfecto que llega a nuestras pantallas con dos años de retraso, una vergüenza achacable a la estrechez de miras con que todavía las grandes audiencias parecen mirar a un pedazo de director como Gray. Fijo en Cannes y merecedor del León de Plata de Venecia con su debut de 1994 “Little Odessa”, la adoración del director por Europa y por toda su cultura todavía no ha encontrado el merecido respaldo de los espectadores. Sin embargo, no cabe duda de que es uno de los mejores cineastas de la actualidad, clasicista y discreto, uno de esos ‘directores Dios’ tan todopoderosos como invisibles.
Esa fascinación por nuestro continente se refleja como nunca en los 100 minutos que dura esta historia. Casi etéreos y rodados en sus habituales tonos marrones y ceniza, reconfortan como un bálsamo. Frente a la ampulosidad y el andamiaje operístico del otro referente cinematográfico de las “Noches Blancas” de Dostoievski, el que Visconti rodara en 1957, “Two Lovers” prioriza un tono sutil que te remueve por dentro sin que apenas lo notes. Allí donde sus anteriores películas habían magnificado cual tragedias griegas o shakesperianas los entramados mafiosos de Brooklyn y Queens -el barrio en el que se criara-, en esta el lado más ‘noir’ de dichos entramados argumentales deja paso a una historia de enfoque mucho más íntimo y encogido (aunque siga presente su atención a la familia como duro núcleo vital). La historia otorga a personajes mediocres y aparentemente banales toda la importancia de la trama y hace que las grandes y externas pasiones de antaño se resientan a favor de centrífugas pasiones mucho más modernas o actuales: la deuda europea que mencionábamos antes. De desarrollo lógico pero nunca previsible, el metraje de “Two Lovers” fluye diáfano como un riachuelo de agua fresca. Su director hereda la pureza neoclasicista de su gran referente Coppola, y esa preciosista capacidad para filmar las verdades de referentes clásicos como John Ford o un latente De Sicca. Así consigue que esta bellísima película se convierta sin alardes en su cinta más sincera y personal, la cara opuesta de la moneda de la fantástica “We Own the Night” (2007) o, podríamos decir, una narración en negativo frente a las magnitudes abiertas y en positivo que había venido filmando hasta ahora.
Lógico pues contrastar que otro de los cometidos de Gray durante el rodaje fue contarlo todo de la manera más clara y sencilla posible. Tocar el nervio del espectador gracias a esa simplicidad absoluta, a esa falta de pretensiones y a esa fluidez sin artificios, es lo más difícil de todo para cualquier tipo de artista. Y es precisamente ahí, en el hecho de buscar la profundidad en los pliegues de cada personaje y en esa manera de indagar en lo más hondo de sus arrugas existenciales, en donde radica la valía de la película. Hablamos de detalles que pueden pasar desapercibidos en un primer visionado pero que encierran con llave maestra la grandeza de lo contado y que se revelarán como claves absolutas en visionados sucesivos. Son tesoros minúsculos pero poderosos que rozan suavemente a los actores y que se hallan escondidos tras una puesta en escena inmaculada; hallazgos de los que podemos enumerar varios botones de muestra a modo de ilustración: el decisivo eslogan de la empresa de lavandería familiar presente en el primer plano, el número 13 de un vagón de metro como nicho de nuestro lugar en el mundo, la poesía visual a ritmo de Henry Mancini o Moby con que se masajea al romance, la lista de puerta de una discoteca como metáfora de la diferencia de clases entre Manhattan y otros barrios neoyorquinos o, sobre todos ellos, ese demoledor e implosivo plano final en el que Leonard se abraza resignado a su rutina con la mirada fija en una grisácea y anodina pared.
Con todo, aún hay espacio para más piropos a propósito de “Two Lovers”, sobre todo si prestamos atención a su maravilloso cásting y a su genial dirección de actores. Además del citado Joaquim ‘Leonard’ Phoenix en su último papel para el cine (¿pudo con él su personaje?), destaca sobremanera una esplendorosa Isabella Rossellini en el papel de madre atormentada. En ella habita el resquicio shakesperiano mencionado más arriba y tan habitual en Gray, en concreto en la sublime escena en la que intercepta la huida desde lo alto de la escalera. Asimismo, se alzan imponentes en su contención las interpretaciones de las dos amantes del protagonista: la morena Vinessa Shaw, una farmaceútica con los pies en el suelo y vocación de cuidadora, y el ‘amour fou’ encarnado en la rubia Gwyneth Paltrow, tan misteriosa como llamativa e igual de desequilibrada que Leonard. Ellas simbolizan la clave de la historia, la bipolaridad entre lo que uno desea y lo que realmente necesita, la diferencia entre las fantasías soñadas y las rutinarias realidades que nos agobian cada día como los barrotes de un prisión. Lo que nos sugiere “Two Lovers” es que son esas pequeñas ataduras las que nos mantienen vivos. Nunca sabremos si la promesa de otra vida posible nos hubiera hecho más felices de lo que somos; del mismo modo que, paradójicamente, la saudade es ese sentimiento nostálgico que proyectamos hacia las cosas que poseemos o tenemos a nuestro lado. Mi advertencia final al respecto surge a raíz de un comentario cazado al vuelo en la historia: si amas a alguien no le lleves a la ópera; si de verdad le adoras y sólo quieres entregarle lo mejor, llévale a ver esta película.
[Cristian Rodríguez]