La segunda temporada de «The Boys» es un viaje divertido y vibrante… Pero aquí te explicamos por qué no nos gusta tanto como la primera.
Vaya por delante que este no es el típico artículo hater del tipo «la primera temporada era mejor«. O, por lo menos, no es el típico artículo hater que lanza el grito al cielo de que «la primera temporada era mejor» de forma totalmente gratuita… Porque, al fin y al cabo, yo mismo soy el primero dolido al decir algo así de una serie como «The Boys«, que sin lugar a dudas fue una de las ficciones televisivas que más feliz me hizo en el pasado año 2019.
Y mira que, de alguna forma u otra, me puse frente a la serie de Amazon Prime Video un poco con la escopeta cargada. Para empezar, en su estreno se levantaron muchas voces que afirmaron que esta versión televisiva se pasaba por el forro la historia original en la que estaba basada, que no era otra que una icónica serie de cómics del también icónico guionista Garth Ennis (conocido, fundamentalmente, por su imprescindible visión de «Predicador«). Para continuar, su showrunner Eric Kripke venía de levantar «Supernatural«, una cabecera que nunca consiguió engancharme. Y, para completar el lote, en serio, ¿quién no está un poco cansado ya de tanta ficción superheróica?
Sea como sea, y contra todo pronóstico, «The Boys» se convirtió no solo en una de las grandes series de 2019, sino también en un pequeño gran fenómeno boca / oreja que, así, como quien no quiere la cosa, se tradujo hace poco más de un mes en el estreno de la segunda temporada por todo lo alto y con el furor mediático que se reserva para las grandes ficciones. Semana a semana, ha sido de las series más comentadas, tanto en los medios de comunicación como en las redes sociales. Y, por supuesto, entre amigotes (por mucho que la mayor parte de nosotros la comentáramos a través de WhatsApp y no en los bares porque… coronavirus).
Sin embargo, tengo que reconocer que, más allá de un arranque realmente brillante, la estrella de la segunda temporada de «The Boys» se me iba apagando poco a poco, episodio a episodio, un poco contra mi voluntad. Juro y perjuro que intente ponerle freno a mi desencanto… Pero, llegados al sexto capítulo, tuve que rendirme y admitirlo: lo que más me había gustado de la primera temporada de la serie de Kripke había desaparecido por completo.
Curiosamente, esta asunción me llevó a reflexionar sobre la primera temporada de una forma en la que nunca lo había hecho anteriormente. Pero, bueno, eso es avanzar acontecimientos y a nadie le gustan los spoilers. Por eso mismo veamos primero qué es en lo que más brilló la primera temporada y luego veamos cómo eso se convirtió en la peor pesadilla de su continuación.
Primera temporada: línea (más o menos) fina
Ya lo he dicho más arriba: «The Boys» aterrizó entre nosotros en un momento de especial desgaste superheróico. Que, a ver, bienvenidas sean todas las pelis de la Marvel, pero a lo mejor hay que ir echando ya un poco el freno para no sobresaturar al personal… Por eso mismo, teniendo en cuenta que tan solo un par de meses antes del estreno de la serie de Kripke habíamos vivido con intensidad «Vengadores: Endgame«, es comprensible pensar que muchos no teníamos el cuerpo para «otra ficción de superhéroes«.
Lo curioso es que, desde su primer episodio, «The Boys» dejó claro que no era «otra ficción de superhéroes«. La serie se abre con un superhéroe súper veloz (A-Train) asesinando a una chica delante de su novio. La asesina sin querer, claro, en su carrera ultra sónica hacia donde quiera que vaya. Pero con una apertura de este calibre ya queda claro que aquí no íbamos a ver a los superhéroes habituales, inmaculados, intachables, omnipotentes… Divinos, al fin y al cabo. Perfectos como solo un Dios o un personaje de la Marvel pueden serlo.
A partir de aquel arranque, «The Boys» iba construyendo un arco argumental apasionante en el que el novio de la chica asesinada, Hughie (ya inmortalizado como eterno panoli por Jack Quaid), se unía a Billy Butcher (inmenso Karl Urban) y su panda de prófugos empeñados en demostrar que no es oro todo lo que reluce en el mundo de los superhéroes. Y ahí estaba el principal acierto de Kripke: en desplegar estas miserias del mundo superheróico de una forma realmente sublime.
Porque la primera capa que se desmonta del mito es la bondad que se le presupone a todo héroe. Y «The Boys» la desmonta de forma burraca y salvaje, haciendo de la hiper-violencia una de sus señas de identidad más reconocibles. Una de las escenas más recordadas de la primera temporada es aquella en la que Homelander (otro personaje destinado a convertirse en mito, esta vez interpretado por Antony Starr) y Queen Maeve (Dominique McElligott) dejan morir de forma cruel a todos los tripulantes de un avión. Una escena que sirve para establecer que los héroes de esta serie no son tan buenos y, sobre todo, que sirven a otros propósitos que no son el bien común: se sirven a ellos mismos, a sus placeres y pasiones, pero también sirven a la gran corporación Vought International.
Esa es la primera capa desmontada… Pero la segunda, que de hecho mantiene una estrecha relación con la primera, es la más interesante. Porque esa ultra-violencia sirve de introducción a otro tipo de violencia despiadada: la del capitalismo igualmente salvaje. Vought es la empresa que maneja la «carrera» de los superhéroes, y no lo hace empujada por propósitos altruistas ni a favor de la humanidad: lo hace para sacar tajada y obtener beneficios.
La primera temporada de «The Boys» hacía lo que ninguna otra ficción había osado: plantear en términos realistas cómo sería la existencia de los superhéreos en una sociedad capitalista como la actual. Contra la humanización del héroe de Nolan por la vía de la profundidad de campo a la hora de abordar la moral de buenos y malos, Kripke dibuja un mundo en el que todos son malos, algunos más que otros, y simplemente bailan al son del capital con mayor o menor intensidad. Un mundo en el que la próxima misión de un héroe no se decide según la urgencia de la misma, sino en base a cómo puede ayudar a su carrera y a cómo le percibe el público (y, por lo tanto, en cómo afectará a las ventas de su merchandising y sus pelis).
Hasta aquí, bien… Pero entonces llegó la segunda temporada.
Segunda temporada: línea (ultra) gruesa
Repito: la segunda temporada de «The Boys» arranca de forma excepcional. Porque, obviamente, la primera temporada dejó las puertas mucho más que abiertas a una nueva tanda de episodios en los que siguiéramos explorando el choque de trenes entre el capitalismo y los clichés superheróicos clásicos. Los primeros capítulos parecen seguir ese camino, de hecho, con una fugaz lucha de poder de Homelander dentro de Vought para intentar controlar no solo su destino, sino sobre todo su propia narrativa de cara al gran público.
Otro punto a favor de la segunda temporada: Stormfront (Aya Cash), una superheroína que ingresa en The Seven (el súper grupo comandado por Homelander) y que no tarda en ganarse el favor de una masa enfebrecida al decir las cosas tal y como son. ¿Te suena de algo? Claro, es lo que se suele decir al principio de políticos como Donald Trump. Y, de hecho, esta comparación no es para nada casual… Tal y como se verá en los siguientes episodios.
El problema es que, en esos siguientes episodios, la exploración capitalista desaparece por completo… y «The Boys» va dando bandazos sin terminar de encontrar un gran tema que sea tan potente. El nuevo tema vendría a ser algo así como la ascensión de la ultraderecha populista personificada en Stormfront (ya dije que lo de Trump no era coincidencia). Y es un nuevo tema que en ocasiones frugales se articula con genialidad, como puede ser en el uso de los memes para controlar la opinión pública. Pero que, en general, se esboza con un trazo tan grueso que asusta.
De repente, Stormfront enarbola un discurso racista, nazi y de supremacía blanca que aparece tan de sopetón y se maneja con tan poco mimo que acaba cayendo en lo burdo, efectista y facilón. Y eso es algo, de hecho, que ocurre con muchos otros aspectos de esta segunda temporada… De repente, el segundo gran tema son las relaciones paternofiliales (Homelander y su hijo; Hughie y Billy, que resulta que casualmente y así salido de la nada tenía un hermano pequeño que incluso se parecía físicamente a Hughie y todo), pero de nuevo es un tema que se aborda recurriendo a clichés mil y un veces visto. O, súbitamente, Kipke se rinde al fan service y sucumbe a la tentación de convertir en héroes a los antihéroes protagonistas (ahí está la historia de Frenchie –Tomer Capon– y Lamplighter, digna del peor cómic de DC de 1983). Y lo peor de todo: todas esas sub-tramas que han surgido de la nada se cierran a la velocidad del rayo sin permitir ninguna profundidad de campo. No has empezado a odiar todavía a Stormfront y… bueno, pasa lo que pasa.
En definitiva: la segunda temporada de «The Boys» recurre con tanta frecuencia al subrayada de trazo grueso que me obligó a preguntarme si mi percepción de la primera temporada fue acertada. Y ahí está lo curioso: tuve que rendirme a la evidencia de que la primera temporada tampoco es que fuera la serie más sutil del mundo. El burraquismo siempre ha sido una de las principales coordenadas de Kripke… Pero, incluso con esas, el abordaje del capitalismo superheróico estaba trufado de pequeños detalles (la elección del vestido de Starlight –Erin Moriarty-, el equipo de relaciones públicas, etc.) que alejaban el trazo grueso y apostaban por el trazo fino.
Y una cosa no quita la otra: esta segunda temporada es un viaje apasionante y vibrante que te deja pegado al sofá. Obvio. Nadie está diciendo lo contrario. Pero, de repente, la forma de abordar los grandes temas hace que «The Boys» se parezca a la rutina panfletaria de «Avengers«. Así que la cosa es un poco como cuando llego a la página 15 de una búsqueda específica de PornHub: aunque sigo gozándolo, no es lo que me hizo disfrutar en un principio. [Más información en la web de «The Boys» en Amazon Prime Video]