¿Marca “Puro Vicio” una nueva vía de aproximación a la creación cinematográfica por parte de Paul Thomas Anderson? Todo parece indicar que sí.
Yo no siempre pienso en Paul Thomas Anderson. Pero cuando lo hago, lo hago de la siguiente forma.
Creo que sus tres primeros largometrajes obraban como un continuum hacia la ejecución perfecta de un manierismo inmaculado y absolutamente reverenciable, que tenía en “Magnolia” (1999) no sólo su estandarte estilístico, sino también el más brillante ejemplo de teatralidad cinematográfica con el que cerrar idealmente el siglo XX, siglo de la narrativa. De igual forma, sus tres siguientes películas se pueden también interpretar como un compendio tricapitular, un estudio de campo en tres actos sobre lo mental, casi sobre lo espiritual, que funciona asimismo como un proceso evolutivo-depurativo, donde la irregular “Punch-Drunk Love” (2002) da paso a “There Will Be Blood” (2007) y por último a la ejemplar “The Master” (2012), disección última del funcionamiento cerebral-moral del ser humano pergeñada no tanto a través de elementos argumentales ni estilísticos, como hubiéramos supuesto en el Anderson del siglo XX, sino mediante poderosísimos elementos formales, con la integración entre el plano total y la partitura como santo y seña.
Así, si aceptamos mi arbitrariedad y nos creemos esta evolución en trípticos en la filmografía del cineasta californiano, “Puro Vicio” (2014) debería constituir el punto de partida de un nuevo hecho diferencial en su manera de tratar el cine. Su cine.
Lo que sí es cierto es que “Puro Vicio” parece alejarse esencialmente de algunas de las características fundamentales en la obra de Anderson. La adaptación de la novela de Thomas Pynchon puede ser asumida como comedia parcialmente gruesa (más hilarante, y también más brillante, cuanto más grosera) disfrazada de noir imposible, que se nutre de una especie de revisado de la nueva-vieja carne para crear una vía distinta y libre de aproximación al realismo sucio en términos cinematográficos.
Ese acento en los elementos esencialmente físicos, sobre los que la mirada de Anderson se detiene de manera no especialmente sutil, sin necesidad de esconder todas sus imperfecciones, vertebran el eje narrativo de “Puro Vicio”. Los primeros planos de Doc Sportello (Joaquin Phoenix), Sortilège (Joanna Newsom) o Bigfoot Bjornsen (Josh Brolin) marcan el pulso formal de la cinta, pero también los elementos casi simbólicos que pueblan el mapa semiológico de la película: las corbatas con chicas desnudas y los collares colgando hasta el bajo vientre; las dentaduras remodeladas y los mordiscos en el cuello; el maquillaje en la cara de Japonica Fenway (Sasha Pieterse) y el rostro desencajado de Rudy Blatnoyd (Martin Short); el cuerpo de Shasta Fay (Katherine Waterston) y el sofá de cuero rojo. El énfasis gráfico de lo físico pervive a lo largo del metraje en contraposición a cualquier otra consideración semántica. Ciertamente, hay un drama latente intenso, sobrenatural, que se esconde detrás del deformado mundo on drugs que rodea a Doc Sportello, algo que de alguna forma acerca la cinta de Anderson a “Wild At Heart” (David Lynch, 1990), precisamente la obra de otro autor total por antonomasia adaptando un texto ajeno, en este caso de Barry Gifford.
Insisto. Probablemente Paul Thomas Anderson haya hecho con “Puro Vicio” su película más decididamente física. Y es cierto que hasta ahora hemos apelado al realismo sucio y a la fisicidad para referirnos a ella, pero a la vez esta es una obra que se nutre de una contradictoria dualidad. “Puro Vicio” es, también, un vodevil de feroz inspiración onírica. En él, las tramas aparecen y desaparecen de manera caprichosa, casi aleatoria, en un ejercicio que transforma lo lúdico en ensoñador y viceversa. Y, de hecho, ¿hasta qué punto la ensimismada voz de Sortilège, esa narradora virginal envuelta en una luz casi irreal, no es un arrullo femenino, incluso maternal, que se incrusta en nuestra mente para sumirnos en un placentero letargo? ¿Cómo no sospechar que ese plano final no está mostrando sino el primer rayo de sol del día que entra por la ventana directo a nuestros ojos para despertarnos?
La pequeña gran historia semicircular del investigador privado Doc Sportello y su struggle moral alucinado en pos del equilibro curativo de su entorno resulta finalmente una obra audaz, incómoda, tremendamente esquiva, vulgar y definitivamente genial. Una primera toma de contacto tan irregular como brillante a una nueva forma de reconstrucción del relato cinematográfico por parte de su autor. Y es que en el cine, como en la vida, las puertas las cerramos nosotros cuando intuimos que podemos abrir las ventanas. Quizás en el cine, como en la vida, pueda finalmente llegar un inesperado haz de luz para alumbrarnos y a la vez deslumbrarnos. Porque el cine, como la vida, no deja de ser un enorme sueño pulverizado.
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