Rizando el rizo. Si hace unos años se imponía la «revisión» de clásicos por la vía del derroche visual kitsch («Romeo + Julieta«, «Titus«) o incluso rebajando la propuesta original al nivel del crujido de una palomita («O«), ahora estamos llegando al reverso oscuro de esa tendencia: a la subversión perversa, a una malversación en la que las historias concocidas se transforman en una mina inagotable de disfunciones y, direcamente, malrollismo. No es que nos pille de nuevas: hace mucho que François Ozon dinamitó el argumento de Hansel y Gretel en «Les Amants Criminels» y, hace un par o tres de años, el espejo sexual (¿deformante? ¿seguro?) que Alan Moore y Melinda Gebbie forzaron delante de ciertos cuentos infantiles en «Lost Girls» fue, sin duda, uno de los acontecimientos de los últimos tiempos. Ahora es Winshluss (alias bajo el que se «esconde», aunque no mucho, Vincent Paronnaud) el que se decide a coger el testigo de esta nueva e irreverente tendencia revisionista y aplicar verter toda su mala baba sobre el mito de Pinocchio (La Cúpula, 2010).
Lo hace partiendo de un don natural para la ilustración con doble cara: las páginas de este cómic trasncurren describiendo un moviento pendular que se debate continuamente entre los espacios (no tan distantes) de la luminosa imagineria infantil y la sórdida corrupción del mito. En ocasiones, el trazo de Winshluss homenajea directamente a imágenes igualmente clásicas en la historia del cómic (desde Mickey Mouse a Popeye e incluso hay por ahí algún atisbo de un personaje sospechosamente parecido a Snoopy), pero el desborde de los sentidos llega cuando el autor despliega sus exhuberantes dotes para la estampa en forma de ilustración de cuento infantil. Las instantáneas a una página obligan, directamente, a la contemplación embobada. De hecho, a este bascular entre dos espacios de representación gráfica se le añade un tercer estilo que nada tiene que ver con los dos anteriores: la historia de Pepito Cucaracha (que no Grillo) se va insertando en el argumento principal a modo de fugas en blanco y negro que no tienen absolutamente nada que ver con la trama principal.
Ahí radica uno de los muchos absurdos que Winshluss retrata en este Pinocchio: la desconexión entre el muñeco de metal (esta vez no es de madera) y la cucaracha que vive dentro de su cabeza es sólo uno de los múltiples síntomas de post-modernidad que asoman en esta novela gráfica. El mismo protagonista que en el original quería ser un niño, quería un corazón, quería una lágrima, quería ser humano, en esta nueva versión pulula por entre las aventuras de los demás totalmente enajenado, sin demostrar ni un atisbo de emoción, desconectado de las múltiples tragedias que suceden a su alrededor. Y lo cierto es que aquí hay tragedias para dar y tomar: no sólo hay un pez transgénico nuclear gigante que se come a Gepetto, sino que por las páginas de este Pinnochio circulan huérfanos vagabundos con pasado dramático, ciegos que ven la luz gracias a ojos tecnológicos, pingüinos a los que les rompen el corazón, unos 7 enanitos que mantienen a Blancanieves en coma para que sea su esclava sexual, hordas de licántropos nazis que veneran a un mimo que habla (sin hablar: casi la totalidad del álbum es mudo) y gesticula a la manera de Hitler… Las múltiples tramas se entrelazan suavemente, sin necesidad de mayor transición que el preciosismo de la ilustración de Winshluss. Y, cuando se llega al final, es inevitable visualizar el cuento tradicional no como la búsqueda de la humanidad, sino como la ventaja de disponer de una coraza metálica y una total falta de sentimientos a la hora de abordar la aventura que significa vivir. ¿Pesimista? Sí. Y necesario también.
Raül De Tena