Ya se sabe que las buenas intenciones no tienen por qué ir de la mano de unos resultados de calidad. Y aunque también es cierto que “Nadie Sabe Nada de Gatos Persas” no es un mal film, hay que reconocer que adolece de todo un conjunto de puntos negativos que, por tópicos y manidos, empobrecen la valoración global. Empecemos por lo menos favorable. Desde la apertura del film, Bahman Ghobadi apunta hacia las alturas (autorales) sin tener en cuenta que con apuntar no basta, hay que acertar: se deduce una estructura de puzzle desordenado si nos guiamos por las dos primeras escenas de la película, un inquietante plano subjetivo que se intuye desde una camilla transportada por el interior de un hospital y otro en un estudio de grabación en el que se presenta indirectamente el film haciendo que un productor explique a un segundo personaje lo que está intentando hacer el propio Ghobadi, presente en la habitación (filmar una película que, basándose en un altercado en el que las fuerzas del orden arrestaron a unas 400 personas por asistir ilegalmente a un concierto, retrate las dificultades de ser músico bajo el yugo de la censura y el regimen totalitario iraní). Esta presentación lateral y meta-narrativa podría augurar grandes logros… Pero, a partir de ahí, el director opta por una trama lineal que podría haber bebido de lo mejor de la última hornada de ficción documental pero que acaba quedándose a medio camino entre el docu televisivo buenrollero y la ficción más clásicorra.
Y ese es el principal problema de “Nadie Sabe Nada De Gatos Persas“: que las dos áreas (documental y ficción) están tan polarizadas que, al final, la propuesta se queda a medio camino, sin llegar a cuajar en ninguna de las dos vías narrativas (en todo caso, al final la ficción gana por goleada de emotividad). Todo el seguimiento de los protagonistas buscando músicos para su banda (una banda que les permita salir de Teherán y viajar a la anhelada Europa para dar conciertos) se convierte en un periplo algo peripatético en el que las actuaciones musicales en playback se suceden poniendo a prueba la capacidad del espectador para aguantar las imágenes bochornosas y típicas, más propias de un reportaje televisivo noventero sobre un festival de música electrónica de la Costa Azul. Es inevitable pensar una y otra vez que estamos viendo la superficie de lo que realmente se cuece en Teherán: una versión subterránea de El Canto del Loco que ni se preocupa a la hora de asimilar la cutlura musical de su propio país (Irán) y se ofusca en el afán de imitar las propuestas europeistas (no es gratuito que algunos personajes se presten una NME (¡tan 90s!) como si de La Biblia se tratara). Si esto es el underground iraní, queremos ver el underground bajo el underground…
Hay que reconocer, sin embargo, que es a la hora de plantear la historia de Ashkan y Negar cuando Ghobadi destaca como director, sacando brillo a esa tristeza opaca que parece congénita en todas las cintas que nos llegan desde Irán (sóla hace falta ver una de sus películas anteriores: “Las Tortugas También Vuelan“). La situación de censura no es para menos… Y, tras todo un viaje en el que inevitablemente te encariñas con los protagonistas, los últimos 20 minutos destapan una tragedia que se ha ido fraguando entre risas y canciones a lo largo de todo el metraje sin que te des casi cuenta. No hay lugar para el optimismo: lo inevitable del drama siempre ha estado ahí, por mucho que te hayas dejado contagiar por el optimismo de los protagonistas en su búsqueda de una salida, de una esperanza.