Cuando se habla de Suecia y de sus bellas habitantes es fácil caer en los tópicos… Hace un par de días nos sucedió aquí mismo (¡José Luis López Vázquez que estás en los cielos!). Con Lykke Li no se debe caer en esa clase de obviedades, ya que desmerecería el aura celestial que rodea tanto su figura como su obra. Ella vive levitando en un nivel superior, en un universo propio que trasladó con fidelidad y brillantez en su arrebatador primer álbum: “Youth Novels” (Atlantic, 2008). Dentro de esa pequeña esfera de cristal, Lykke Li Zachrisson expresaba los pensamientos de una joven artista superdotada y huía, a la vez, de las crueles garras del negocio discográfico marcando los tiempos a su manera: con delicadas palabras, armonías indelebles, susurros algodonados y melodías entre dulces y desenfadadas. Todo ello impulsado por una personalidad, en apariencia, tenue y débil (por cuestiones de edad) pero, en realidad, arrolladora. Tanto, que la sueca sorprendió a propios y extraños y rápidamente se hizo un hueco junto a Sally Shapiro y Annie en la disputa por el trono de principal diva del pop femenino de la Europa septentrional. Sus grandes armas, su voz y su música, se movían por derroteros diversos, desde el pop inmaculado a la electrónica reconfortante, pasando por un soul tamizado por saludables aires nórdicos. De ahí que, puestos a jugar con más nombres, se la considerase el reverso amable y plácido de su compatriota Karin Elisabeth Dreijer Andersson (Fever Ray), un contraste que servirá como guía para abrir la puerta de este “Wounded Rhymes” (Atlantic / Warner, 2011).
No se sabe a ciencia cierta si se debió a la presión de la fama, a los sacrificios que conlleva ponerse el fulgurante vestido de estrella o a su alto ritmo de trabajo, pero Lykke Li entró en una fase de depresión personal de la cual da buena cuenta en este LP de título elocuente y descriptivo (“rimas heridas”). Para entendernos: si “Youth Novels” se desarrollaba en espacios amplios, diáfanos y bien iluminados, su segundo álbum transita por callejones angostos en los que se advierten rumores y sombras de fondo. Este cambio de escenario se podría relacionar también con el indefectible paso de los años, progresión obligatoria y natural que afectaría a Lykke a la hora de afrontar su tarea compositiva y volcar sus sentimientos. Los cortes-puente que unen y, simultáneamente, separan “Wounded Rhymes” de su antecesor serían “Youth Knows No Pain”, en el que la sueca parece dejar atrás su anterior ingenuidad y fragilidad para mostrarse como una mujer más resistente curtida en las trincheras de la vida, y “Unrequited Love”, radiografía de un corazón golpeado por el sufrimiento amoroso que incluso se reprocha haber intentando amar.
Queda claro que los asuntos sentimentales acaparan el protagonismo de este disco, los cuales se desdoblan en dos vertientes: los deseos de amar y el amor no correspondido. La cara y la cruz de una misma moneda que Lykke expresa sobre unas bases sonoras que se adaptan en función del mensaje que quiere transmitir: por un lado, coloristas, adornadas y sin aristas; y por otro, sombrías y repletas de claroscuros, aunque sin resultar opresivas. En este proceso selectivo tuvo mucho que ver Björn Yttling (el del medio de los chichos del norte: Peter, Bjorn And John), encargado de pulir en el estudio y dar a “Wounded Rhymes” el relieve necesario para ser interpretado como el reflejo vívido de la realidad de la nueva Lykke Li. Por ello, no sería erróneo tomar este trabajo como un diario en el que relata su dolor más privado y otras experiencias asociadas: sexo explícito, contactos físicos y situaciones violentas en la aguda “Get Some”; sumisión, ruegos y súplicas a una segunda persona en “I Follow Rivers” (o cómo funcionaría el sonido de Depeche Mode dirigido por una voz femenina); rechazo y compasión en “Jerome” (no tiene reparos en ponerle nombre al culpable de sus cuitas); y ansias por descubrir en qué consiste el amor verdadero (o algo similar) en la bella “Love Out Of Lust”. Paralelamente, Lykke no abandona su apego por el (neo)soul, que pasa por su particular filtro para seguir ahondado en su desconsuelo y aflicción (“Rich Kids Blues” y, sobre todo, “Sadness Is A Blessing”, que llama la atención por conjugar un fondo angustioso con una forma vivaz y dinámica deudora del clásico sonido de Phil Spector y sus girl groups). El punto culminante de este discurrir casi tortuoso se alcanzaría con la comatosa “I Know Places” (de profundo calado y una melancolía infinita que se despliega entre una bruma fina) y “Silent My Song” (en su tramo final, Lykke sacude sus lamentos elevando su voz al cielo).
El regusto que deja “Wounded Rhymes” en el paladar es amargo y el cuerpo se queda con una extraña sensación de inquietud. Sin embargo, se produce una conexión (y a veces, identificación) automática con Lykke Li y su estado vital reciente, lo que certifica que la sueca sigue manteniendo intacta su capacidad de fascinación, tanto a nivel musical como personal. ¿Se podrá decir lo mismo en el futuro de prometedoras princesas con ínfulas de reina como Clare Maguire? Por ahora, nos quedamos con la heroína nórdica que vino del frío para agitar nuestras almas con sus rimas heridas.