Hay algo que engancha especialmente en “Licorice Pizza” de Paul Thomas Anderson: la nostalgia… Y en esta reseña nos preguntamos por qué.
La filmografía de Paul Thomas Anderson es una bola de pinball que ha rebotado entre la tragicomedia (“Boogie Nights”), el drama (“Pozos de Ambición”, “The Master”), el noir lisérgico (“Puro Vicio”) y un género propio: el San Fernando Valley, su californiano lugar de nacimiento que funciona como gran estudio de cine. De hecho, Anderson procede del distrito de Studio City, nombre que sugiere que allí el día a día avanza a 24 fotogramas por segundo.
Esa sensación se trasladó de alguna manera a “Magnolia”, un puzle -coral- de historias aparentemente inconexas que acaban encajando. Y también se extiende a “Licorice Pizza”, con la diferencia de que, en este caso, las piezas también deslavazadas del relato -dual- no necesitan entretejerse, sino que simplemente se van sucediendo. Como la vida misma.
Por su idéntica localización, similar atmósfera, parecida estructura y desarrollo global, “Licorice Pizza” se conecta sorprendentemente con “Érase Una Vez en… Hollywood” de Quentin Tarantino, con la que guarda ciertos paralelismos. Es más, fantaseando con ambas obras, la primera podría ser una especie de continuación en espacio y tiempo de la segunda. Si “Érase Una Vez en… Hollywood” usa la ficción para escapar de los hechos y del destino de los personajes reales evitando que se consuma el asesinato de Sharon Tate y que se venga abajo la arcadia hippy de los 60, “Licorice Pizza” mezcla ficción con hechos y personajes reales mientras el sueño americano se estampa contra la crisis del petróleo del 73.
Sin embargo, esta es solo una de las ramificaciones de la narración de la película, que juega con el semi-trampantojo de la posibilidad de un romance entre chico y chica y las fricciones que les causa por sus ideales y sus frustraciones cuando, en realidad, lo que late de fondo es el tránsito de la adolescencia a la madurez de él, Gary Valentine (Cooper Hoffman); y de la madurez a una adolescencia de la que ella, Alana Kane (Alana Haim), quiere huir para que la consideren, por fin, una mujer adulta.
A lo largo de esta suerte de road movie que no sale del valle de San Fernando, y a pesar de las carreras a pie, el coche (y un camión) vuelve a surgir como símbolo de libertad mientras en su radio se escucha la emisora más molona del momento, reflejo de la gran importancia de la música en “Licorice Pizza”. Quién iba a pensar que “Life On Mars?” de David Bowie sería la canción ideal para ambientar el amago del fin del mundo tal como se conocía en 1973… La perfecta alineación entre imágenes y música que se produce durante el metraje puede provocar que se interprete “Licorice Pizza”, en su conjunto, como un clip de más de dos horas que vendría a ser el siguiente peldaño de los vídeos que Paul Thomas Anderson ha firmado para HAIM, el grupo -también de San Fernando- de Alana y sus hermanas, que cierran el círculo ejerciendo como tal en el film (junto a sus verdaderos padres).
Por otro lado, este molde visual ligero y dinámico no debería impedir distinguir una de las virtudes de “Licorice Pizza”: abordar asuntos tan delicados como la amistad, el amor, la sexualidad, la familia, el racismo o la política con una distancia irónica que le permite ganar en seriedad, a pesar de la comicidad de determinadas escenas convertidas prácticamente en gags. Mención aparte merecen las intervenciones de George DiCaprio (el padre de Leo), Tom Waits o unos histriónicos Sean Penn y Bradley Cooper, cuyos papeles se mueven sobre la fina línea que separa el divertimento de la meada fuera de tiesto.
No obstante, estos episodios cómicos, exagerados y grotescos cuando alcanzan sus puntos álgidos, tienen su sentido. Son otros retazos de esa cadena de acontecimientos que es “Licorice Pizza” y que se plasman como esas batallitas que se recuerdan pero que no se cuentan fielmente, sino que se adornan, se alteran o se adulteran por obra y gracia del paso del tiempo, los engaños del cerebro y la nostalgia, que no es el pecado original de la película, aunque pueda parecerlo.
En “Licorice Pizza”, esa nostalgia no se relaciona con echar de menos un lugar y una época, sino más bien con rememorar la edad en que se vivía en continua excitación, en la que cada semana se descubría algo nuevo o empezaba una aventura diferente y la inocencia se iba abandonando inconscientemente. Tal como les sucede a Alana y a Gary empujados por el dulce frenesí de la juventud. [Más información en el Instagram de Licorice Pizza]