El caso de Pablo Hasél abre el debate: ¿qué pasa cuando la ley censura el arte? Andrea Genovart ofrece una necesaria perspectiva histórica.
Al grano: Pablo Hasél. Rapero condenado a mínimo nueve meses de prisión. Encausado por delitos de enaltecimiento al terrorismo y calumnias e injurias contra la Corona y las instituciones del Estado, presentes en el contenido de sus canciones y de sus tuits. Su entrada en prisión el pasado 18 de octubre provocó un alud de movilizaciones en todo el país. ¿Qué es lo que más se gritaba? Libertad de expresión. Las fuerzas judiciales nos han lanzado un mensaje muy claro: expresar tu opinión negativa sobre los órganos de poder supone una penalización. Se paga caro.
En España se vende que se vive en democracia. A efectos prácticos, impera una ideología que, a pesar de no ser compartida por su mayoría, uno no puede impunemente contradecir. Pero, si vamos todavía un poco más allá y ponemos el foco en el acusado en cuestión, se abre una segunda cuestión, que es la de un mensaje político a través de una propuesta artística.
Tanto Valtònyc como Pablo Hasél han sido denunciados por hechos cometidos dentro del marco artístico y esto es, cuanto menos, peligroso. Este desplazamiento de lo fáctico y empírico al terreno creativo abre un escenario difuso… ¿Puede el arte ser intervenido con la ética de una época histórica? ¿Por qué un acto creativo debe obedecer a un código moral y legislativo? ¿Pueden seguir existiendo las licencias artísticas? ¿O toda propuesta siempre debe ser afín al régimen político que gobierne en ese momento?
Entender la música, las películas, la pintura y el largo etcétera de manifestaciones artísticas desde la intervención política y social no es algo nuevo. Pero tampoco es universal. Recapitulando muy brevemente, encontramos en la historia del arte distintas posiciones al respecto. A finales del siglo XIX, por ejemplo, el movimiento simbolista defendía que el arte estaba sujeto a sus propias reglas, como si fuese una esfera absolutamente independiente de la sociedad. El poema «Art Poétique» de Paul Verlaine o el tratado «El Arte como Artificio» del formalista ruso Víktor Shklovski en 1916 irían en esta línea: el arte solo se construye desde él y para él, por lo que solamente puede ser analizado y juzgado desde sus técnicas, significados y códigos propios.
La militancia por las ideas de pureza y exclusividad artística fueron contradecidas décadas más tarde por la Escuela de Frankfurt, que bebía directamente del marxismo y de la conciencia de clase. Filósofos que desarrollaron importantísimos tratados sobre estética como Georg Lukács y Theodor Adorno señalaron cómo el artista, en el proceso de creación, refiere al mundo de una forma u otra inevitablemente. Con sus divergencias internas aparte, estos pensadores de mitad del siglo XX afirman que los factores del entorno pueden ser rastreados en toda obra, ya sea a través de su negación, afirmación o rebelión; a través de una forma convencional o de una intervención experimental. La cuestión es que aparece, hasta sin ser conscientes. Añadían, además, que toda propuesta artística era una potencial herramienta política de gran eficacia, por lo que el artista debe cargar con la gran responsabilidad de cambiar las injusticias y educar a la población a través de su creación.
Si todo intrusismo vale, si no se protegen los espacios del arte y su mera condición de posibilidad, ¿qué nos puede quedar?
La disputa entre ambas propuestas, enfrentadas como dos polaridades, se disuelve un poco con la llegada de la posmodernidad. En las últimas décadas, se asume que uno no puede pensar el arte un afuera, puesto que no existe; sin embargo, tampoco se cree que deba estar al servicio de una campaña política, como sí se le exigía en un contexto de Unión Soviética. Lo posmoderno reconoce una posible disociación, un alter ego; pero cuando este aparece siempre es dentro de un marco más amplio, donde los límites sobre lo real se entremezclan y todo deviene en un juego de interpretaciones: nace la famosa autoficción. No podemos desprendernos del mundo como tal porque el sujeto se construye a partir de él; no obstante, la ironía, el sarcasmo y otros mecanismos narrativos son desarrollados profundamente para conseguir situarse y pensar desde aquellos márgenes de las realidades que nos interpelan.
Todas estas pinceladas injustas, simples, genéricas sobre algunos ejemplos que explican la (¿no?) triangulación entre el mundo, la obra de arte y su creador nos permiten pensar, de una forma crítica y panorámica, lo que hoy está en juego en nuestro país. Imaginémonos que Pablo Hasél hubiese dicho que sus letras son irónicas, que no las escribe él sino un constructo de primera persona en el cual no se reconoce. ¿Podría entrar ahí la ley o esta también invalidaría su declaración de ser un mecanismo de ficción? Si la justicia, la moral o la literalidad son conceptos indiscriminados tanto para lo que pasa a pie de calle como para lo que sugiere un rap, una novela, un cortometraje, ¿qué es exactamente lo que diferencia el arte de lo empírico? ¿Cuáles son sus límites? ¿Y sus pecados?
A principios del siglo pasado, Duchamp denunciaba cómo el marco contextual atribuía el significado de obra de arte a un objeto: el famoso orinal no es intrínsecamente artístico, es el hecho de relacionarnos con él en un museo lo que permite que lo apreciemos como tal. Es decir: presentar una misma cosa desde una coordenada y no desde la otra nos marca una interpretación. Hoy, Duchamp no podría hacer este apunte, sería imposible: el marco ya no existe, ha desaparecido. Ha sido aniquilado porque las leyes han intervenido. Ya no hay frontera que proteja la libertad creativa: esta ha sido supeditada a intereses ideológicos que sobreviven a costa de negar cualquier resquicio de libertad que confronte su violencia estructural.
Así que la pregunta que abre el caso Hasél podría ser doble: si todo intrusismo vale, si no se protegen los espacios del arte y su mera condición de posibilidad, ¿qué nos puede quedar? Quizá, de aquí unos años, el recuerdo de unos originales extraviados por haber sido censurados por una Santa Inquisición disfrazada de modernidad.