Alpha Decay publica “La Analfabeta” de Agota Kristof: un cruce de once episodios autobiográficos, once moratones, once pedazos que nos muestran que, más allá del papel, la palabra golpea y sigue respirando.
LA ESCRITURA Y LA VIDA QUE BROTAN DE LA LENGUA IMPUESTA. Agota Kristof tiene tan sólo cuatro años cuando se desata la guerra, cuando su organismo contrae la enfermedad de la lectura. Tiene tan sólo siete años y le gusta inventarse historias, mentir a su hermano pequeño, escribir. Tiene tan sólo catorce años y le toca decir adiós a su infancia con un abrigo roto, sin zapatos, con miedo y con hambre, con el golpe del exilio llamando a la puerta, con la metástasis latente de una lengua impuesta que le arrebatará el idioma materno, la familia, el hogar, todo a lo que se verá forzada a dejar demasiado pronto.
Como escribe en el prólogo Josep Maria Nadal Suau, esta pieza supone tocar el hueso de un organismo vivo, rascar la herida hasta hacer sangre, descubrir a una lectora y escritora valiente y precoz, asistir a un combate cuerpo a cuerpo entre las raíces y el nuevo hogar que se impone. “La Analfabeta” (publicado en nuestro país por Alpha Decay) supone verdad, vida y coraje, y nos muestra la cara de la escritora: una mujer que golpea a la vez que escribe, unas manos que tiemblan pero que producen palabras, un animal con miedo que no emprende la huida sino que ofrece la mejilla frente al folio en blanco. Porque como dicen las palabras de Fábio Morábito en el prólogo, “sólo dejando de llorar, se puede escribir“.
Y es que para Kristof, como contó en alguna entrevista, peor que la guerra fue la posguerra. La llegada a un nuevo país y la vida que empezaba no fueron tal como ella pensaba. Vino la invasión, la pérdida, el dolor. El exilio matando a su propia lengua materna. Ya en las primeras páginas del relato se sincera: nunca imaginaba que hubiera más que una lengua, que cualquier otro ser humano pudiera pronunciar una palabra, un color, un sentimiento en un idioma diferente.
Como en “Klaus y Lucas“, la prosa de Kristof asusta, es directa y dolorosa. Una escritura que corta pero que esconde siempre algo más tras el filo. Las palabras desaparecen y oímos cómo respira y late el animal que se esconde entre sus páginas. Un ejercicio para confirmarse, una plegaria para la esperanza. Una obra necesaria y magnífica. Agota Kristof escribe a la vez que sentencia: da igual la lengua, el país, el exilio, el trabajo monótono y mecánico de la fábrica. Ella seguiría, seguiría escribiendo.
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“Para escribir poemas, la fábrica está muy bien. El trabajo es monótono, se puede pensar en otras cosas y las máquinas tienen un ritmo regular que ayuda a contar los versos […] Aquí es donde empieza el desierto. Desierto social, desierto cultural. A la exaltación de los días de la revolución y de la huida le siguen el silencio, el vacío, la nostalgia de los días en los que teníamos la impresión de participar en algo importante, histórico, quizá: el mal del país, la falta de la familia y de los amigos. Esperábamos algo al llegar aquí. No sabíamos que esperábamos, pero ciertamente no era esto: jornadas de trabajo tristes, veladas silenciosas, esta vida solidificada, sin cambios, sin sorpresas, sin esperanza […] Y porque no tengo nada más que hacer salvo pensar en el trabajo, la fábrica, las compras, la colada, las comidas y nada más que esperar que los domingos para dormir y soñar un poco más con mi país.”