Un cambio de siglo es un momento histórico y social delicado: una bisagra tendente a un misticismo inevitable cuando el cosmos te proporciona la oportunidad de aprovechar el cierre de una época y la apertura de otra para extrapolar ese cambio a tu propia vida, incluso a la sociedad que te envuelve. El cambio de siglo que vivimos desde el XX al 21 (sí, fue precisamente cuando nos pareció aceptable dejar de numerar los siglos con números romanos y nos acostumbramos a escribir siglo 21 con absoluta naturalidad) fue el preludio del desastre: poco después llegaría el 11-s, la crisis económica a nivel mundial… Pero en los meses que separaron 1999 del año 2000 todavía no sabíamos qué iba a ocurrir y el camino aparecía brillante delante nuestro. Tan brillante como para que pareciera posible que unos movimientos tan utópicos (o no) como los de antiglobalización acabaran triunfando. Es en este limbo de posibilidades donde Justin Taylor sitúa su novela “El Evangelio de la Anarquía“, publicada ahora en nuestro país por Alpha Decay.
“El Evangelio de la Anarquía” se abre con el gran mal de lo que después sería el siglo 21 poseyendo las manos onanistas de David, un chico que ha abandonado la universidad en Gainesville y que lo único que hace cada día de su vida es ver (mucho) porno en Internet y trabajar… Al menos, hasta que pierde su trabajo. Podría volver a los estudios, podría buscar otro trabajo e incluso podría abandonarse en los dulces brazos de la pornografía online, pero lo que acaba ocurriendo con David es que se mete de lleno en una mini-sociedad anarquista instalada en una ruinosa casa llamada Fishgut. Le introduce un antiguo amigo del instituto al que había perdido la pista, Thomas, pero su establecimiento en el lugar viene acompañada más bien del dulce entrelazar de sus brazos -y extremidades y cuerpos- con Katy y Liz en un trío que viene a encarnar la gran fantasía masculina de todos los tiempos. Allá conocerá también a otros dos personajes: Ancla (novia de Thomas) y, sobre todo, Parker. Parker, eso sí, ya no vive en Fishgut. Nadie sabe dónde vive. Nadie sabe qué fue de su vida. Es el Profeta, el gran ausente que desapareció un buen día y lo único único que dejó atrás fue el regalo de una fervorosa devoción que Katy ha ido alimentando y que Thomas también… pero menos.
De hecho, si hay algo que caracteriza la ideosincrasia por la que se rigen Fishgut y sus habitantes, es precisamente por el intento desesperado pero fructífero de acercar la doctrina anarquista a una espritualidad desligada del estamento eclesiástico y de toda religión. Esa es la base de las enseñanzas de Parker, una cosmogonía que toma la base liberadora de la anarquía y le añade la potencia mística de la fe espiritual. El Profeta es consciente de la poderosa capacidad transformadora de la fe, pero también sabe el terreno pantanoso en el que se mueve a la hora de presentar un concepto como este a un puñado de anarquistas descreídos: “Si pudiéramos probar las cosas en las que creemos, esto es, si en lugar de creerlas pudiéramos saberlas, nuestra creencia sería superflua y rudimentaria, y nuestra fe, vana“. Así habla Parker en su libro, ese “Evangelio de la Anarquía” al que se refiere este libro (que, ya desde su título, aúna espiritualidad y anarquía) y que los protagonistas encuentran en el patio trasero de Fishgut después de una experiencia mística que pondrá a prueba la fe de la comunidad.
Y si anarquía y fe mueven los hilos de los personajes de “El Evangelio de la Anarquía“, también es sublime la sutilidad con la que Justin Taylor consigue que estos dos conceptos rijan también la propia voz narrativa de su novela e incluso la relación del lector con ella. El primer capítulo ofrece un espejismo de clasicismo literario puro y duro: por momentos, no sólo parece que David va a ser el protagonista, sino que también resulta evidente que será la voz narrativa. Hay algo que es irrefutable: David es el elemento externo que cae en Fishgut y con quien el lector se siente identificado a la hora de ir desentrañando los entresijos de esta comuna anarquista. Pero no es la única voz narrativa: cada capítulo se centra en un personaje diferente llevando hasta el extremo la dispersión libertina y comunitaria (comunista y promiscua), de tal forma que la voz narrativa también es una experiencia compartida entre todos los personajes. Por otro lado, llega un punto en el que la fe no es sólo algo en lo que creen los personajes: es algo que Taylor demanda de ti como lector. Ciertos acontecimientos, a todas luces fuera de toda convención coherente y realista, te ponen a prueba. Pero ya sabes lo que ocurre con toda fe… Si no entras, no entras. Pero si entras, descubres que la fe es la llave que abre las puertas de la experiencia mística.