¿Viajar es lo que más echas de menos ahora mismo? Ponte a leer «Arboleda»… y deja que las palabras de Esther Kinsky te trasladen a Italia.
«En las iglesias rumanas hay dos lugares, separados uno de otro, donde los creyentes encienden velas. Puede tratarse de dos nichos en la pared, de dos repisas o de un par de candeleros metálicos con velas que flamean. El lado izquierdo alberga las velas para los vivos; el lado derecho, las velas para los muertos. Cuando fallece una persona por la que, en vida, se encendió una vela en el lado izquierdo, la vela ardiente es trasladada a la derecha. De los vii a los morti.» Este es el primer párrafo de la «Arboleda» de Esther Kinsky.
Y no es un primer párrafo casual (como ningún primer párrafo debería ser casual). A partir de aquí, y en las siguientes páginas, descubriremos que la autora escribe desde su retiro en Italia, en una pequeña casita que, mirada de frente, tiene el pueblo a la izquierda y el cementerio a la derecha. Vive, literalmente, en un espacio intermedio que le ofrece un limbo pluscuamperfecto en el que recuperarse de la reciente muerte de su pareja.
La imagen es tan poderosa que parece bien claro cuál va a ser el leit motiv de «Arboleda«: el proceso de duelo en el que Kinksy debería trasladar la vela por su pareja muerta desde el lado izquierdo (el pueblo) al derecho (el cementerio). Pero resulta que no. Que, tan pronto como esta base metafórica queda fijada y establecida, la autora prefiere detenerse a describir todo lo que la rodea: el paisaje italiano de Olevano, los cielos, las plantas, los árboles, los ríos, los pájaros (en especial, un pájaro que escucha pero es incapaz de ver), el pueblo, las liturgias cotidianas de la gente.
Porque, cuando no queremos enfrentarnos a un duelo, cuando no tenemos fuerzas para encarar la titánica empresa de pasar página, cuando nos cuesta aceptar la realidad que nos ha sido impuesta, cada uno opta por el escapismo que mejor le convenga… Y el escapismo de Esther Kinsky es la descripción vívida de todo lo que la rodea. Una descripción que, a la vez, entronca con sus propios recuerdos. Sobre todo, con los recuerdos que conciernen a su padre, que fue quien le abrió los ojos a la belleza del paisaje italiano.

También a la belleza y al poder sublime de las palabras y el lenguaje: «Mi padre me leía en voz alta, pero en italiano, que yo no entendía. No hay que entenderlo todo, decía él, y seguía leyendo; con el tiempo, las palabras adquirieron un efecto sosegador, las encontraba bellas y las interpretaba a mi manera. A veces le preguntaba una palabra, y él la soltaba, escueto, en alemán: Hier. Vielleicht. Links. Berg. No sé qué libro me leyó, probablemente una guía de viaje, porque en una ocasión le pregunté por una palabra que tuve que repetir varias veces: altiplano. Hochebene, dijo por fin mi padre, y al voz me resultó tan extraña como altiplano. Mas no insistí, pues las explicaciones de mi padre eran interminables y poco esclarecedoras. Preferí escuchar el italiano«.
Su padre es el que, en su obsesión profunda por el color azul, le descubre a Kinsky que mirar a tu alrededor puede ser un ejercicio mucho más complejo de lo que el común de los mortales suele permitirse. Dime tú, que lees esta reseña: ¿serías capaz de describir la diferencia del color del cielo de tu ciudad en primavera y en otoño? Probablemente, no. A lo mejor, sí. Pero, sea como sea, en ambos cosas quedarás atrapado en la lectura de esta «Arboleda» que no podía llegar hasta el lector español en un momento más ideal, justo cuando viajar a Italia (o a cualquier lugar del planeta) es algo totalmente impensable por culpa de la pandemia del coronavirus.
Pero, cuidado, porque este no es un libro de viajes. Es un libro de paisajes. Un libro en el que Esther Kinsky se vuelca en los paisajes a su alrededor para intentar sanar, para intentar reconciliar la vida junto a su pareja con la muerte de este mismo, para intentar que un viaje hacia su pasado, hacia los recuerdos de su padre, le ayude a moverse hacia adelante, hacia un futuro que es incierto porque la escritora no quiere alcanzarlo. De Olevano pasa a Chiavenna y de Chiavenna a Comacchio… Pero, por mucho que se mueva a través del mapa de Italia, no se mueve ni un centímetro dentro de su paisaje interior.
Porque, de la misma forma en la que cierta parte de la ficción post-moderna ha puesto en jaque el concepto de narratividad anteponiéndole el prefijo «ante», Kinsky aniquila su propia narratividad y (casi) no se detiene a hablar de su pareja muerta. Prefiere usar la descripción naturalista y poética para construir gigantescas catedrales de ámbar en las que quedar atrapada. Porque, atrapada en el ámbar, el tiempo se detiene, la vida se detiene… e incluso el dolor se detiene. [Más información en la web de la editorial Periférica]